Permítete ser humano, incluso en la tristeza
Desde hace algunas décadas hasta hoy, a muchos creyentes se nos ha enseñado que no debemos experimentar tristeza, enojo, sufrimiento, angustia, etc. Todo desde el cliché, ‘usted es un victorioso hermano y los hijos de Dios no deben vivir en derrota’.
¡Cuánto mal nos han hecho con este tipo de palabras! Que tal vez, con una buena intención, buscan que los cristianos seamos felices por siempre, proyectando una sonrisa de oreja a oreja y mostrando que tenemos un ‘Dios vivo’; el cual nos soluciona la vida como si nos hubiésemos ganado la lotería.
Se ha supra-espiritualizado tanto la experiencia de fe, que nos han coartado la condición de ser humanos. Resultó ahora ser pecado manifestar tristeza por haber vivido una tragedia, o angustia por no contar con el dinero necesario para pagar aquella deuda que nos aqueja. No podemos llorar porque esto sería mostrar que estamos en derrota; no se puede pedir oración por un dolor del cuerpo que nos aqueja porque entonces estamos confesando enfermedad y eso es repulsivo en medio de comunidades que quisieron ser más espirituales que Dios mismo. Pero Jesús lloró.
Uno de los episodios más conmovedores del ministerio del carpintero nazareno se encuentra en el evangelio de Juan en el capítulo 11. Allí él respondió ante la situación que vivían sus amigos y lloró.
Un pasaje que se ha interpretado de muchas maneras, pero que devela la naturaleza del Dios que se hizo humano, uno que se conmovió hasta las lágrimas (versículo 34). Y sí, lloró. Y sí, lo hizo en medio de las lágrimas de sus allegados.
Como iglesia, lamentablemente parece que no hemos aprendido aún a llorar con los que lloran, a sufrir con quienes sufren y a reír con los alegres. Al contrario, hemos encontrado la disculpa perfecta para martirizar a quienes pasan duelo, enfermedad, tristeza, depresión, o cualquier condición que les arrebata la sonrisa y la alegría.
He presenciado penosos momentos, en los funerales, por ejemplo. Cuando el ser querido de un cristiano ha fallecido, y este llora desconsoladamente; las críticas de los hermanos en la fe son del talante de ‘no confía en Dios, no está fortalecido, se ha dejado dominar por la desesperanza, no ha desarrollado el fruto del gozo en medio de la prueba, etc’. ¡Cuánta necedad!
Es que nuestros propios dogmas y reglas han querido quitarnos todo. Desde nuestro dinero, hasta la libertad de pensar y cuestionar, pasando por nuestra humanidad. ¿Será que no notamos que a través de la historia no pudimos volvernos dioses? Por esa razón es que nuestro Dios se hizo humano. Y como mencioné unas lineas atrás, lloró.
Por eso, en medio de tus tristezas llora, grita, mira las estrellas, disfruta una canción, vuelve a llorar, amargamente, suspira, espera, y al final, si te queda espacio, ríe, ama y vuelve a llorar. Hazlo cuando has sido víctima de una infidelidad, hazlo cuando un ser querido ha partido a la eternidad, en medio de las deudas, llora mientras cantas los domingos en la iglesia. Siéntete triste si es que llueve mucho y las aguas han arrasado tu estabilidad, si no consigues el empleo que tanto has buscado; cierra los ojos y experimenta el duelo de un amor no correspondido o la incertidumbre del mañana. No reprimas lo que está adentro.
En uno de los momentos más tristes y oscuros de mi vida, un gran amigo me dijo estas palabras y lloré. Amargamente. Era la primera vez que me reconocía como humano, me permití la amargura por unos días y hasta aprendí a convivir con ella.
¿Disfrutar mi tristeza? Pues sí. Tomé unos cuantos cafés con ella; me visitó en el momento que menos la esperaba y se negaba a retirarse, ¿Qué más podía hacer?. Era una huésped atrevida. Sin avisar llegó y se acomodó en mi vida. No la merecía. No la quería. Pero no tenía planes de largarse pronto.
Así que no había más remedio que andar con ella en el metro y mientras caminaba en las tardes frías de regreso a casa. Juntos escuchamos música y sacamos adelante el trabajo en la empresa en la que trabajaba, que ahora era el laburo de los dos. ¡Ni al baño me dejaba ir tranquilo!. La tristeza es peor compañera que la soledad, pero allí estaba. Metida, fétida, indeseable, invasiva, maldita; pero mía, al fin y al cabo, mía.
Esos episodios que le dan sazón a la vida también pasarán. Y no será de un día al otro, pero mientras se disuelven, hay que disfrutarlos. Es entonces cuando las palabras del apóstol tienen sentido cuando nos recomienda gozarnos en las tribulaciones (Santiago 1:2).
Es que hasta la tristeza hay que gozársela, disfrutarla, vivirla. De esos momentos sin luz nace la poesía, aprendemos a apreciar el arte, disfrutar lo sencillo de la vida. Y sí. Los colores se intensifican, la luz brilla, los tonos se multiplican y en medio de todo aquello, Dios siempre nos acompaña. No está mal vivir el dolor y superarlo. Es a través de estos episodios en los que aprendemos a perdonar, a amar, a vivir.
Un buen día, el reconocido conferencista Rob Bell dijo que los dolores que vienen a nuestra vida los vamos acumulando en un morral, el cual cargamos en nuestras espaldas. Parece que cada minuto que pasa, el morral se hace más pesado. Al punto de incomodarnos. Sin embargo, cuando caminamos con Dios, encontramos que de esto, hace un hermoso milagro con el peso extra que la vida nos va poniendo.
Cuando vamos por el camino y encontramos a alguien más, nos quitamos aquel morral y lo destapamos. Sorpresivamente, al hacerlo encontramos pan y agua. Ahora tenemos para dar de comer y beber a los hambrientos y sedientos del camino. La vida puede ser cruel y difícil, pero nuestro buen Dios hace de cada momento una oportunidad de amarnos, para que así, aprovechemos también la oportunidad de amar.
Con aprecio,
Pr. David A Gaitan