Mis hijos no quieren seguir a Jesús

No son pocos los casos en los que un hijo a edad joven, a pesar de los principios que ha recibido en casa, decide no abrazar la fe cristiana. Esto puede traer una gran decepción a los padres, quienes cargan a sus espaldas un dolor que finalmente los lleva a preguntarse, ¿Qué hicimos mal?

A esta dolorosa situación suele sumarse la actitud de su congregación, la cual muchas veces también los cuestiona sobre la pertinencia de las enseñanzas que se han impartido en el hogar, buscando culpables a la situación, y, en determinados casos, añadiendo dolor al dolor. Máximo, cuando estos padres están desempeñando algún tipo de servicio en la iglesia local; usualmente utilizando el texto de Pablo a 1 de Timoteo 3; sobre la exigencia del ministro de tener a sus hijos bajo sujeción.

En la Escritura encontramos algunos ejemplos sobre la relación Padre – Hijos, y cómo el comportamiento de los primeros afecta a los segundos; Sin embargo, esto no siempre es así.

El relato del sacerdote Samuel, reseñado en el primer libro con el mismo nombre; es un claro ejemplo de dos tipos de actitudes de los padres para con los hijos y las ya esperadas consecuencias de los mismos.

Un hijo bien educado con resultados como los esperados

En este episodio bíblico encontramos a una mujer, quien al tener que soportar los desplantes de la otra mujer de su esposo, clama a Dios; pues su imposibilidad de tener hijos trae una gran depresión sobre ella. Sin embargo, su oración tiene un ingrediente trágico; ella promete al Señor que cuando conciba a su hijo, lo presentará en el templo y allí lo entregará para su servicio.

Una difícil promesa que es cumplida una vez que ha dado a luz. Tan pronto como el pequeño es destetado, esta mamá hace exactamente lo que dijo. Allí, Samuel crece y es llamado por Dios para su servicio en el templo.

Toda una vida dedicada al Señor. Este joven profeta no solamente es la herramienta de Dios para reemplazar toda una generación de sacerdotes corruptos e inmorales; sino que además, es el encargado de ungir los primeros reyes de Israel. Tarea, para nada desdeñable y con una connotación especial de honra.

Hijos mal educados con resultados como los esperados

La otra cara del relato de 1 Samuel desde el capítulo primero, es la historia de un sacerdote llamado Elí; quien no ha educado, ni estorbado correctamente a sus hijos. Estos últimos han abusado del poder religioso que ostentan y han adoptado comportamientos inmorales en la casa de Dios.

La historia aquí narrada sugiere que el anciano profeta debía hacer respetar el templo y guiar en piedad a quienes se supone, debían dar continuidad a su sacerdocio.  En definitiva, y como consecuencia de los abusos y maldad de estos jóvenes, la tragedia los alcanza y juntos mueren el mismo día; al final de la historia, es Samuel quien toma el mando del sacerdocio de Israel, dando así fin a una casta de ministros malvados.

La historia que no encaja

Sin embargo, hay un relato más. Uno que se ocurrió incluso antes que el recién mencionado. Esta se encuentra en el libro de Jueces, capítulo 13.

Allí, hay otra mujer; una que tampoco había dado a luz un hijo, pero que en comparación con la madre de Samuel, no lo pidió a Dios, sino que fue este quien la visitó a través de su ángel para anunciarle que iba a usarla para traer al mundo a alguien que salvaría a Israel de la mano de sus enemigos.

Es decir, que en últimas, y tras una lectura rápida del texto, Sansón fue más idea del Señor, que de los mismos padres. Entonces este, un chico escogido para traer salvación, levantado en los principios bíblicos y morales de Dios, siguiendo estrictas normas dadas, incluso en su aspecto personal, como que no debía cortarse el cabello; al final, se desvía en sus pasiones.

En el capítulo 16 del mismo libro encontramos el declive de este juez de Israel, quien siguiendo sus propios instintos, fue impulsado a desobedecer los preceptos del mismo Dios que le había dado su sobrenatural fuerza y de quien había sido formado en el seno de su hogar. El desenlace es fatal, pues esta desobediencia lo llevó a suicidarse, con el propósito de cobrar venganza en contra de sus enemigos. Triste final.

Jesús y el pecado de los padres

El evangelio de Juan en el capítulo 1 reseña un episodio en la vida del Maestro de Galilea. Allí hay un joven que necesitaba sanidad en su cuerpo y quien había sido objeto de críticas por parte de la sociedad judía de su época, la cual le estaba aplicando la teología de la retribución, la cual declara que todo lo malo que pasa, es consecuencia de malas acciones del afectado, sus padres, o sus abuelos.

Frente a esto, Jesús responde que no había pecado aquel joven, ni sus generaciones pasadas; sino que lo importante aquí era ver la gloria de Dios. Unas hermosísimas palabras de consuelo en un momento de tristeza y rechazo.

Hoy, se sigue aplicando en muchas congregaciones la inmisericorde idea de la teología de la retribución. Por mucho tiempo se buscan culpables a los males de aquellos que los padecen, y de esta manera, se añade dolor al dolor. Para el Salvador no era importante quién había pecado, sino que él quería enfocarse en lo que Dios puede hacer en medio de la tragedia.

A la final, como iglesia no debemos enfocarnos en buscar los errores de nuestros hermanos para culparlos, sino en tener una actitud que ayude a sanarlos, a levantarlos, a solidarizarnos con el dolor de quien sufre y traer consolación para sacar el bien en medio del mal.

Estas palabras deberían quitar una carga de las espaldas de aquellos que a pesar de entregar todo a sus hijos, hoy ven que estos no han seguido el rumbo que se supone debieron llevar. Lo importante es que como padres, hicimos lo que teníamos que hacer; llega un momento en que nuestras generaciones van a tener que decidir, y a pesar de dichas decisiones, debemos seguir amándolos y mostrándoles a Cristo.

En otros casos, quizá no les dimos el tiempo que necesitaban, o el ejemplo, o la educación; no los estorbamos cuando era necesario y hoy sus vidas nos avergüenzan; pues bien, esta puede ser una gran oportunidad para pedirle perdón a Dios y a ellos, pero también para amarlos. De seguro el tiempo no se va a poder devolver, pero bien podríamos hoy intentar salir con ellos a hablar, tomar un café, amarlos y enseñarles a Cristo. Ya lo que no hicimos en el pasado, no lo podremos hacer; pero seguro que el amor cubrirá multitud de faltas; al final del día, son nuestros hijos y lo serán por siempre.

Si aún ellos son pequeños, eduquémoslos en amor, corrección y cariño. Siguiendo el consejo presentado en Efesios 6:4 “padres, no hagan caer en ira a sus hijos”; guiándolos en los principios de Jesús y siendo buen ejemplo para ellos. Si aún después de eso, ellos decidieran no seguir a Dios, nosotros habremos hecho lo que teníamos que hacer, y nuestro amor será incondicional.

Con afecto,

Pr. David Gaitan

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