Consideraciones para el tiempo de Adviento (Parte I)

En el principio era el Verbo, quien era la Palabra de Dios y quien no solamente estaba con Dios, sino que era Dios mismo; un misterio eterno que nos habla de la relación más completa y hermosa de todas, el amor.

Así, por amor, aquel Verbo no estimó el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó de su divinidad para venir a la tierra, tomando como suya la vulnerabilidad y debilidad de un bebé, para que a través de su sacrificio y muestra de amor, al hacerse humano, experimentara como nosotros el dolor, la tristeza, el frio, el hambre, el rechazo, también las cosquillas, la emoción y la ilusión. Todo porque desde la eternidad supo que necesitábamos y aún necesitamos un Salvador, un Sumo Sacerdote que con misericordia se compadezca de nosotros.

De esta manera, en nuestras propias palabras y con un cuerpo humano, familiar; nos mostró al Padre del cielo, a quien nadie había visto, pero que en el Verbo encarnado se manifestó, acerándose y llevándonos a una reparación de la relación rota por el pecado y la maldad. ¡Él nos salvó!

Oremos juntos:

Amado Dios, quien también se reveló a nosotros Padre a través de la persona de Jesús, tu hijo, quien por amor y obediencia se negó a sí mismo y tomando forma humana vino y habitó entre nosotros. No hay palabras que basten, ni dichos que puedan expresar el sentimiento de nuestro corazón, por eso decimos: Gracias.


Cuando los hombres soñaron con ser soberanos y los reyes se propusieron ser Dios, tú te hiciste como nosotros y naciste en un pesebre, hijo de una joven virgen en un pueblo escondido y olvidado. Con tu pobreza nos enseñaste que el amor es la base e inspiración de la vida y el perdón, la mejor medicina para el alma. Nos curaste, enseñaste, abrazaste y salvaste. Gracias. A Dios sea la Gloria!

Cordialmente,

Pr. David Gaitan

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